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Tenés que venir, me había dicho mi tío Oscar. Pescador desde los dieciséis, fumador desde los doce, Oscar no era el tipo de persona a la que le podías meter excusas.

 

Me trajo a Buenos Aires para que me haga hombre. Yo tenía, por ese entonces, veinte años recién cumplidos y un pánico inmenso al agua.

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Me metió en el barco poco menos que a la fuerza para un paseo de unas dos horas por el Río de la Plata. El cuidador del puerto, un señor enorme al que apodaban Garrafa, terminó de convencerme contándome que desde el agua había una vista increíble de la cancha de River.

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Siendo honesto, la experiencia no fue tan mala. Sabía que mi tío era una buena persona; rústico, futbolero y dolido por su reciente separación, pero sin malas intenciones.

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Vi el Estadio Monumental desde el agua, una imagen que no me olvidé nunca más. Recuerdo también la vista de Ciudad Universitaria, el Aeroparque y las inmensas torres vidriadas de Puerto Madero.

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Desde entonces, destiné casi todos mis sábados a navegar.

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Garrafa y mi tío, al final, tenían su parte de razón.

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